10. Julio-Agosto: María Santísima

Don Pierluigi Cameroni
Animador espiritual mundial

La piedad hacia la Madre del Señor se convierte para el fiel en ocasión de crecimiento en la gracia divina: finalidad última de toda acción pastoral. Porque es imposible honrar a la “Llena de gracia” (Lc 1, 28) sin honrar en sí mismo el estado de gracia, es decir, la amistad con Dios, la comunión en Él, la inhabitación del Espíritu. Esta gracia divina alcanza a todo el hombre y lo hace conforme a la imagen del Hijo (cf. Rom 2, 29; Col 1, 18). La Iglesia católica, basándose en su experiencia secular, reconoce en la devoción a la Virgen una poderosa ayuda para el hombre hacia la conquista de su plenitud. Ella, la Mujer nueva, está junto a Cristo, el Hombre nuevo, en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz el misterio del hombre, (124) como prenda y garantía de que en una simple criatura —es decir, en Ella— se ha realizado ya el proyecto de Dios en Cristo para la salvación de todo hombre. Al hombre contemporáneo, frecuentemente atormentado entre la angustia y la esperanza, postrado por la sensación de su limitación y asaltado por aspiraciones sin confín, turbado en el ánimo y dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la muerte, oprimido por la soledad mientras tiende hacia la comunión, presa de sentimientos de náusea y hastío, la Virgen, contemplada en su vicisitud evangélica y en la realidad ya conseguida en la Ciudad de Dios, ofrece una visión serena y una palabra tranquilizadora: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el tedio y la náusea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida sobre la muerte (Marialis Cultus n. 57).

  1. María, dichosa porque ha creído.

Cuando María llega a la casa de Zacarías e Isabel, ésta la saluda con palabras sorprendentes: “¡Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!” es una confesión de fe en la fe de María; es un reconocimiento de la fuente de su felicidad. Poco después, María misma dirá, siempre según la narración teológica de Lucas: “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones” (Lc 1, 48).
La madre de Jesús es, pues, para nosotros el prototipo de la persona dichosa; la palabra “dichosa”, “bienaventurada”, es sinónimo de “santa”, porque expresa que la persona fiel a Dios y que vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí, la verdadera felicidad. No sin razón, ordinariamente se acompaña su nombre con un adjetivo en grado superlativo: “La Santísima Virgen María”. Y sin embargo, también Ella vivió momentos difíciles y duros durante su vida: más aun, momentos humanamente absurdos. Los recordamos, aunque solo sea vagamente: la huida a Egipto apenas nacido su hijo (Mt 2,14-15); la pérdida del hijo adolescente en el templo (Lc 2,41-50); las incomprensiones y perplejidad ante su modo “extraño” de comportarse (Mc 3,20-21; 31-35); su tajante toma de posición ante la familia (Mc 3, 31-35; Lc 11,27); y sobre todo el epílogo desconcertante de su aventura, muriendo en la cruz… Y, a pesar de todo, Ella “creyó en el cumplimiento de las palabras del Señor”. En las que el Señor le había dicho por medio de ángel sobre su futuro Hijo y en las que decía su mismo Hijo sobe el Reino de Dios.

Para María, creer significó tener una ilimitada confianza en el Dios de la vida y del amor que impregnaba su vida y la de la entera humanidad. Por encima de todo estaba convencida de que este Dios solo quería el bien y la felicidad de todos y de cada uno, y que, por tanto, “nada era imposible para Él”, como la había dicho el ángel en la anunciación (Lc 1,37). Por eso Ella le había respondido: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”, poniéndose totalmente en sus manos. Ciertamente no con una actitud pasiva e inerte, sino rebosante operosidad y solicitud materna. Así el Señor pudo hacer “cosas grandes en Ella” (Lc 1,49), y Ella fue dichosa: fue madre de Aquel que trajo la Vida al mundo. Cuando más tarde superado el trágico momento de la cruz y del sepulcro, los discípulos de su Hijo, ya definitivamente creyentes en Él y en su gran sueño, volvieron a reunirse para recibir el Espíritu Santo y lanzarse a la gran aventura de anunciarlo al mundo, estaba con ellos “la madre de Jesús” (Hech 1,14). Los sostenía en su fe y ciertamente, compartía con ellos los diversos acontecimientos. ¡Vivía con ellos la bienaventuranza de la fe!

En los momentos de flaqueza y de dificultad en tu fe, cuando quizá todo te parezca absurdo e imposible, dirige tu mirada a María. Ella, como frecuentemente decía un gran devoto suyo, S. Bernardo, es la estrella que brilla luminosa en medo de la tormenta. Confíale a Ella tus dificultades y ten gran confianza en Ella y en el Dios de la vida y del amor en el que María, como hijo suyo, creyó hasta lo imposible. El Señor pide todo, y lo que ofrece es la vida verdadera, la felicidad para la que hemos sido creados. Él nos quiere santos y no quiere que nos contentemos con una existencia mediocre, gris e inconsistente.

Cuando escrutamos ante Dios los caminos de la vida, no hay espacios que queden excluidos. En todos los aspectos de la existencia podemos seguir creciendo y entregarle algo más a Dios, aun en aquellos donde experimentamos las dificultades más fuertes. Pero hace falta pedirle al Espíritu Santo que nos libere y que expulse ese miedo que nos lleva a vetarle su entrada en algunos aspectos de la propia vida. El que lo pide todo también lo da todo, y no quiere entrar en nosotros para mutilar o debilitar sino para dar plenitud. Esto nos hace ver que el discernimiento no es un autoanálisis ensimismado, una introspección egoísta, sino una verdadera salida de nosotros mismos hacia el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual nos ha llamado para el bien de los hermanos (Gaudete et Exsultate n. 175).

  1. Don Bosco quiere que sus jóvenes sean felices en el tiempo y en la eternidad – La juventud, un tiempo para la santidad

En la introducción a su carta de Roma del 10 de mayo de 1884, Don Bosco escribe a sus jóvenes: “Uno solo es mi deseo: veros felices en el tiempo y en la eternidad”. Al final de su vida terrena, estas palabras resumen el núcleo de su mensaje a los jóvenes de todas las épocas y de todo el mundo. Ser felices, como meta soñada por todo joven, hoy, mañana, en el tiempo. Pero no solo. En la eternidad, que es ese más que solo Jesús y su propuesta de felicidad, precisamente la santidad, sabe ofrecer. Es la respuesta a la sed profunda del ‘para siempre’ que arde en todo joven. El mundo, las sociedades de todas las naciones, ni siquiera pueden proponer ‘el para siempre’ y la felicidad eterna. Dios sí. Para Don Bosco, todo estaba clarísimo. Sus últimas palabras a los jóvenes fueron: “Decid a mis jóvenes que los espero a todos en el Paraíso”. Esto debería entusiasmar y alentar a cada uno a entregarse totalmente a sí mismo, para crecer en ese proyecto único e irrepetible que desde toda la eternidad Dios ha querido para él en Cristo Jesús.

Convencido de que «La santidad es el rostro más bello de la Iglesia» (GE 9), antes de proponerla a los jóvenes, todos estamos llamados a vivirla como testigos, convirtiéndonos así en una comunidad “simpática”, como narran en varias ocasiones los Hechos de los Apóstoles (cfr. GE 93). Sólo a partir de esta coherencia se hace importante acompañar a los jóvenes en los caminos de la santidad. Si San Ambrosio afirmaba que «todas las edades son maduras para la santidad» (De Virginitate, 40), ¡sin duda, lo es también la juventud! En la santidad de muchos jóvenes, la Iglesia reconoce la gracia de Dios que precede y acompaña la historia de cada uno, el valor educativo de los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación, la fecundidad de caminos compartidos en la fe y en la caridad, la carga profética de estos “campeones” que a menudo sellaron con su sangre el ser discípulos de Cristo y misioneros del Evangelio. Si es cierto, como lo afirmaron los jóvenes durante la Reunión Presinodal (RP), que el testimonio auténtico es el lenguaje más pedido, la vida de los jóvenes santos es la verdadera palabra de la Iglesia, y la invitación a emprender una vida santa es la llamada más necesaria para la juventud de hoy. Un auténtico dinamismo espiritual y una fecunda pedagogía de la santidad no defraudan las profundas aspiraciones de los jóvenes: su necesidad de vida, amor, expansión, alegría, libertad, futuro y también de misericordia y reconciliación.

Jesús invita a cada uno de sus discípulos al don total de la vida, sin cálculos ni intereses humanos. Los santos acogen esta invitación exigente y se ponen con humilde docilidad en el seguimiento de Cristo crucificado y resucitado. La Iglesia contempla en el cielo de la santidad una constelación siempre más numerosa y luminosa de muchachos, adolescentes y jóvenes santos y beatos que desde los tiempos de las primeras comunidades cristianas llegan hasta nosotros. Invocándolos como protectores, la Iglesia los indica a los jóvenes como punto de referencia para su existencia. Varias CE piden valorizar la santidad juvenil a través de la educación, y los mismos jóvenes reconocen ser «más receptivos a una narrativa de la vida que a un discurso teológico abstracto» (RP, Parte II, Introducción). Teniendo en cuenta que los jóvenes afirman que «las vidas de los santos siguen siendo hoy relevantes» (RP 15), es importante presentarlos de manera apropiada según su edad y condiciones.
Un lugar muy especial corresponde a la Madre del Señor, que vivió como primera discípula de su Hijo amado, y es un modelo de santidad para cada creyente. En su capacidad de guardar y meditar en su corazón la Palabra (cfr. Lc 2,19.51), María es para toda la Iglesia madre y maestra del discernimiento.
Merece también recordarse que junto a los “Santos jóvenes” es necesario presentar a los jóvenes la “juventud de los Santos”. Todos los Santos, de hecho, han pasado por la edad juvenil y sería útil para los jóvenes de hoy mostrarles cómo vivieron los Santos el tiempo de su juventud. Se podría así interceptar situaciones juveniles no simples ni fáciles, pero donde Dios está presente y misteriosamente activo. Mostrar que su gracia obra a través de caminos tortuosos de paciente construcción de una santidad que madura con el tiempo por muchas vías imprevistas, puede ayudar a todos los jóvenes, sin excepción, a cultivar la esperanza de una santidad siempre posible. (Instrumentum Laboris nn. 213-214).

 

Oración por los jóvenes

Señor Jesús, tu Iglesia dirige su mirada a todos los jóvenes del mundo.
Te rogamos que tomen la propia vida valientemente en sus manos,
que estén atentos a las cosas más bellas y profundas y conserven siempre un corazón libre.
Acompañados por guías sabias y generosas
ayúdales a responder a la llamada que tú haces a cada uno de ellos,
para realizar su propio proyecto de vida y alcanzar la felicidad.
Mantén abierto su corazón a los grandes sueños y atentos al bien de los hermanos.
Que como el discípulo amado, estén también ellos al pie de la cruz
para acoger a tu Madre, recibiéndola como don tuyo.
Que den testimonio de tu Resurrección y sepan reconocerte vivo a su lado,
anunciando con gozo que Tú eres el Señor.
Amén.
(Papa Francisco)

10. Luglio-Agosto: Maria la Tutta Santa

Don Pierluigi Cameroni
Animatore spirituale mondiale

La pietà verso la Madre del Signore diviene per il fedele occasione di crescita nella grazia divina: scopo ultimo, questo, di ogni azione pastorale. Perché è impossibile onorare la Piena di grazia senza onorare in se stessi lo stato di grazia, cioè l’amicizia con Dio, la comunione con lui, l’inabitazione dello Spirito. Questa grazia divina investe tutto l’uomo e lo rende conforme all’immagine del figlio di Dio (cfr Rm 8,29; Col 1,18). La Chiesa cattolica, basandosi sull’esperienza di secoli, riconosce nella devozione alla Vergine un aiuto potente per l’uomo in cammino verso la conquista della sua pienezza. Ella, la Donna nuova, è accanto a Cristo, l’Uomo nuovo, nel cui mistero solamente trova vera luce il mistero dell’uomo, e vi è come pegno e garanzia che in una pura creatura, cioè in lei, si è già avverato il progetto di Dio, in Cristo, per la salvezza di tutto l’uomo. All’uomo contemporaneo, non di rado tormentato tra l’angoscia e la speranza, prostrato dal senso dei suoi limiti e assalito da aspirazioni senza confini, turbato nell’animo e diviso nel cuore, con la mente sospesa dall’enigma della morte, oppresso dalla solitudine mentre tende alla comunione, preda della nausea e della noia, la Beata Vergine Maria, contemplata nella sua vicenda evangelica e nella realtà che già possiede nella Città di Dio, offre una visione serena e una parola rassicurante: la vittoria della speranza sull’angoscia, della comunione sulla solitudine, della pace sul turbamento, della gioia e della bellezza sul tedio e la nausea, delle prospettive eterne su quelle temporali, della vita sulla morte (Marialis Cultus n. 57).

  1. Maria beata perché ha creduto.

CQuando Maria giunge alla casa di Zaccaria e di Elisabetta, quest’ultima la saluta con delle parole sorprendenti: “Beata tu che hai creduto nell’adempimento delle parole del Signore!”. È una confessione di fede sulla fede di Maria; è un riconoscimento della sorgente della sua felicità. Poco dopo, Maria stessa dirà, sempre nel racconto altamente teologico di Luca: “D’ora in poi tutte le generazioni mi chiameranno beata” (Lc 1,48
La madre di Gesù, quindi, resta per noi come il prototipo della persona felice. La parola “felice” o “beato” diventa sinonimo di “santo”, perché esprime che la persona fedele a Dio e che vive la sua Parola raggiunge, nel dono di sé, la vera beatitudine. Non per niente di solito si usa ricordare il suo nome accompagnandolo con un aggettivo in grado superlativo: “la Beatissima Vergine Maria”. Eppure, anch’essa visse dei momenti difficili e duri durante la sua vita; anzi, dei momenti umanamente assurdi. Ce li ricordano, sia pure velatamente, i vangeli: l’esilio in Egitto non appena nato il suo figlio (Mt 2,14-15), lo smarrimento del figlio adolescente nel tempio (Lc 2,41-50), le incomprensioni e perplessità nei confronti del suo modo “strano” di comportarsi (Mc 3,20-21) 31-35), le sue taglienti prese di posizione nei riguardi della famiglia (Mc 3, 31-35; Lc 11,27); e soprattutto l’epilogo sconvolgente della sua vicenda mediante la sua morte in croce… Eppure, in mezzo a tutto ciò, essa “credette nell’adempimento delle parole del Signore”. Quelle che il Signore le aveva detto per mezzo dell’angelo circa il suo futuro Figlio, e quelle dette dallo stesso suo Figlio sul regno di Dio.
Per Maria, credere significò avere una sconfinata fiducia nel Dio della vita e dell’amore che avvolgeva la sua vita e quella dell’umanità intera. Lei era convinta al di sopra di tutto che questo Dio voleva solo il bene e la felicità di tutti e di ognuno, e che perciò “nulla era impossibile a Lui”, come le aveva detto l’angelo nell’annunciazione (Lc 1,37). Perciò essa gli aveva risposto: “Eccomi, sono la serva del Signore, avvenga di me quello che hai detto”, consegnandosi totalmente nelle sue mani. Non certo con una consegna passiva e inerte, ma piena di operosità e di sollecitudine materna. Così il Signore poté fare “cose grandi in lei” (Lc 1,49), e lei ne fu felice: diventò la madre di colui che portò la Vita al mondo. Quando più tardi, superato il tragico momento della croce e del sepolcro, i discepoli del suo Figlio, ormai decisamente credenti in lui e nel suo grande sogno, tornarono a radunarsi per riceve il suo Spirito e lanciarsi nella grande avventura del suo annuncio al mondo, c’era con loro “la madre di Gesù” (At 1,14). Li sosteneva nella loro fede e condivideva certamente con essi le sue alterne vicende. Con loro viveva la beatitudine della fede!

Nei momenti di tentennamenti e di difficoltà nella tua fede, quanto magari tutto ti sembrerà assurdo e impossibile, alza lo sguardo verso Maria. Ella, come amava ripetere un suo grande devoto S. Bernardo, è la stella che brilla luminosa in mezzo alla burrasca. Affida a lei le tue difficoltà e abbi grande fiducia in lei e nel Dio della vita e dell’amore in cui Maria, come il suo Figlio, credette fino all’impossibile. Il Signore chiede tutto, e quello che offre è la vera vita, la felicità per la quale siamo stati creati. Egli ci vuole santi e non si aspetta che ci accontentiamo di un’esistenza mediocre, annacquata, inconsistente.

Quando scrutiamo davanti a Dio le strade della vita, non ci sono spazi che restino esclusi. In tutti gli aspetti dell’esistenza possiamo continuare a crescere e offrire a Dio qualcosa di più, perfino in quelli nei quali sperimentiamo le difficoltà più forti. Ma occorre chiedere allo Spirito Santo che ci liberi e che scacci quella paura che ci porta a vietargli l’ingresso in alcuni aspetti della nostra vita. Colui che chiede tutto dà anche tutto, e non vuole entrare in noi per mutilare o indebolire, ma per dare pienezza. Questo ci fa vedere che il discernimento non è un’autoanalisi presuntuosa, una introspezione egoista, ma una vera uscita da noi stessi verso il mistero di Dio, che ci aiuta a vivere la missione alla quale ci ha chiamato per il bene dei fratelli (Gaudete et Exsultate n. 175).

  1. Don Bosco vuole i suoi giovani felci nel tempo e nell’eternità – La giovinezza, un tempo per la santità

Nell’incipit della sua Lettera da Roma, del 10 maggio 1884, don Bosco scrive ai suoi giovani: “Uno solo è il mio desiderio, quello di vedervi felici nel tempo e nell’eternità”. Al termine della sua vita terrena, queste parole condensano il cuore del suo messaggio ai giovani di ogni epoca e di tutto il mondo. Essere felici, come meta sognata da ogni giovane, oggi, domani, nel tempo. Ma non solo. Nell’eternità è quel di più che solo Gesù e la sua proposta di felicità, la santità appunto, sa offrire. È la risposta alla sete profonda di ‘per sempre’ che brucia in ogni giovani. Il mondo, le società di tutte le nazioni, neanche possono proporre il ‘per sempre’ e la felicità eterna. Dio sì. Per don Bosco tutto ciò era chiarissimo. Le sue ultime parole ai giovani furono: “Dite ai miei ragazzi che li aspetto tutti in Paradiso”. Questo dovrebbe entusiasmare e incoraggiare ciascuno a dare tutto sé stesso, per crescere verso quel progetto unico e irripetibile che Dio ha voluto in Cristo Gesù per lui da tutta l’eternità.

Convinti che «la santità è il volto più bello della Chiesa» (GE 9), prima di proporla ai giovani siamo chiamati tutti a viverla da testimoni, divenendo così una comunità “simpatica”, come narrano in varie occasioni gli Atti degli Apostoli (cfr. GE 93). Solo a partire da questa coerenza diventa importante accompagnare i giovani sulle vie della santità. Se sant’Ambrogio affermava che «ogni età è matura per la santità» (De Virginitate, 40), senza dubbio lo è anche la giovinezza! Nella santità di numerosi giovani la Chiesa riconosce la grazia di Dio che previene e accompagna la storia di ciascuno, la valenza educativa dei sacramenti dell’Eucaristia e della Riconciliazione, la fecondità di cammini condivisi nella fede e nella carità, la carica profetica di questi “campioni” che spesso hanno sigillato nel sangue il loro essere discepoli di Cristo e missionari del Vangelo. Se è vero, come hanno affermato i giovani durante la Riunione presinodale, che la testimonianza autentica è il linguaggio più richiesto, la vita dei giovani santi è la vera parola della Chiesa e l’invito ad intraprendere una vita santa è l’appello più necessario per i giovani di oggi. Un autentico dinamismo spirituale e una feconda pedagogia della santità non deludono le aspirazioni profonde dei giovani: il loro bisogno di vita, di amore, di espansione, di gioia, di libertà, di futuro e anche di misericordia e riconciliazione…

Gesù invita ogni suo discepolo al dono totale della vita, senza calcolo e tornaconto umano. I santi accolgono quest’invito esigente e si mettono con umile docilità alla sequela di Cristo crocifisso e risorto. La Chiesa contempla nel cielo della santità una costellazione sempre più numerosa e luminosa di ragazzi, adolescenti e giovani santi e beati che dai tempi delle prime comunità cristiane giungono fino a noi. Nell’invocarli come protettori, li indica ai giovani come riferimenti per la loro esistenza. Varie CE chiedono di valorizzare la santità giovanile per l’educazione, e i giovani stessi riconoscono di essere «più recettivi di fronte a “una narrativa della vita” che a un astratto sermone teologico» (RP, Parte II, Introduzione). Visto che i giovani affermano che «le vite dei Santi per noi sono ancora rilevanti» (RP 15), diventa importante presentarli in modo adatto alla loro età e condizione.
Un posto del tutto speciale spetta alla Madre del Signore, che ha vissuto da prima discepola del suo amato Figlio ed è modello di santità per ogni credente. Nella sua capacità di custodire e meditare nel proprio cuore la Parola (cfr. Lc 2,19.51), Maria è per tutta la Chiesa madre e maestra del discernimento.
Merita anche ricordare che accanto ai “Santi giovani” vi è la necessità di presentare ai giovani la “giovinezza dei Santi”. Tutti i Santi, infatti, sono passati attraverso l’età giovanile e sarebbe utile ai giovani di oggi mostrare in che modo i Santi hanno vissuto il tempo della loro giovinezza. Si potrebbero così intercettare molte situazioni giovanili non semplici né facili, dove però Dio è presente e misteriosamente attivo. Mostrare che la Sua grazia è all’opera attraverso percorsi tortuosi di paziente costruzione di una santità che matura nel tempo per tante vie impreviste può aiutare tutti i giovani, nessuno escluso, a coltivare la speranza di una santità sempre possibile. (Instrumentum Laboris nn. 213-214).

 

Preghiera per i giovani

Signore Gesù, la tua Chiesa volge lo sguardo a tutti i giovani del mondo.
Ti preghiamo perché con coraggio prendano in mano la loro vita,
mirino alle cose più belle e più profonde e conservino sempre un cuore libero.
Accompagnati da guide sagge e generose,
aiutali a rispondere alla chiamata che Tu rivolgi a ciascuno di loro,
per realizzare il proprio progetto di vita e raggiungere la felicità.
Tieni aperto il loro cuore ai grandi sogni e rendili attenti al bene dei fratelli.
Come il Discepolo amato, siano anch’essi sotto la Croce
per accogliere tua Madre, ricevendola in dono da Te.
Siano testimoni della tua Risurrezione e sappiano riconoscerti vivo accanto a loro
annunciando con gioia che Tu sei il Signore.
Amen
(Papa Francesco)

10. July-August: Mary All Holy

Fr Pierluigi Cameroni
World Spiritual Animator

Devotion to the Mother of the Lord becomes for the faithful an opportunity for growing in divine grace. This is the ultimate aim of all pastoral activity. It is impossible to honour her who is “full of grace” (Lk. 1:28) without thereby honouring in oneself the state of grace, which is friendship with God, communion with him and the indwelling of the Holy Spirit. It is this divine grace which takes possession of the whole man and conforms him to the image of the Son of God (cf. Rom. 8:29; Col. 1:18). The Catholic Church, endowed with centuries of experience, recognizes in devotion to the Blessed Virgin a powerful aid for us as we strive for fulfilment. Mary, the New Woman, stands at the side of Christ, the New Man, within whose mystery the mystery of man alone finds true light. She is given to us as a pledge and guarantee that God’s plan in Christ for the salvation of the whole man has already been realized in a creature – in her. Contemplated in the Gospels and in the reality she already possesses in the City of God, the Blessed Virgin Mary offers a calm vision and a reassuring word to modern man, torn as he often is between anguish and hope, defeated by the sense of his own limitations and assailed by limitless aspirations, troubled in his mind and divided in his heart, uncertain before the riddle of death, oppressed by loneliness while yearning for fellowship, a prey to boredom and disgust. She shows forth the victory of hope over anguish, of fellowship over solitude, of peace over anxiety, of joy and beauty over boredom and disgust, of eternal visions over earthly ones, of life over death. (Marialis Cultus n. 57).

  1. Mary, Blessed Because She Believed.

When Mary arrived at the house of Zechariah and Elizabeth, the latter greeted her with these surprising words: “Blessed is she who believed that the promise made her by the Lord would be fulfilled!” It is a confession of faith in Mary’s faith; it is a recognition of the source of her happiness. Shortly afterwards in Luke’s highly theological account, Mary herself would say: “From now on all generations will call me blessed.” (Lk 1:48)
The mother of Jesus, therefore, remains for us the prototype of a happy person. The word “happy” or “blessed” becomes synonymous with “holy” or “saint”, because it says that the person who is faithful to God and who lives the Word of God reaches true happiness in the gift of self. It is not for nothing that we usually remember her name with an adjective in the superlative degree: “the most Blessed Virgin Mary”. And yet, she also experienced difficult moments during her life; indeed, moments that were, humanly speaking, absurd. The Gospels remind us of this, albeit in a veiled way: the exile in Egypt as soon as her son was born (Mt 2.14-15), the loss of her adolescent son in the temple (Lk 2.41-50), misunderstandings and perplexity with regard to his “strange” way of behaving (Mk 3: 20-21) 31-35), his strong position in regard to the family (Mk 3: 31-35; Lk 11:27); and above all the shocking epilogue of his death on the cross … And yet, in the midst of all this, she “believed in the fulfilment of the Lord’s word”, the words the Lord had spoken to her through the angel regarding her future Son, and those her Son himself spoke about the kingdom of God.
For Mary, believing meant having a boundless trust in the God of life and love who enveloped her life and that of all humanity. She was convinced above all that this God wanted only the good and happiness of everyone, and that therefore “nothing was impossible for Him”, as the angel had told her at the Annunciation (Lk 1,37). Therefore, she had answered him: “Here I am, I am the handmaid of the Lord, let it be done to me as you have said”, surrendering himself completely into God’s hands. Certainly not with a passive and inert resignation, but full of action and maternal solicitude. In this way the Lord was able to do “great things in her” (Lk 1:49), and she was happy for this: she became the mother of him who brought Life to the world. Later, when she had lived through the tragic moment of the cross and the sepulchre, the disciples of her Son, by now strong believers in him and in his great dream, returned to gather together to receive his Spirit and embark on the great adventure of proclaiming him to the world, and “the mother of Jesus” was there with them (Acts 1:14). She supported them in their faith and certainly shared in their vicissitudes. With them she lived the blessedness of faith!
In moments of hesitation and difficulty in your faith, no matter how absurd and impossible everything may seem, raise your eyes to Mary. As St. Bernard one of her great devotees loved to repeat, she is the star that shines brightly in the midst of the storm. Entrust your difficulties to her and have great trust in her and in the God of life and love in whom Mary, like her Son, believed even in the impossible. The Lord asks for everything, and what he offers is true life, the happiness for which we were created. He wants us to be holy and he does not expect us to settle for a mediocre, watered down, meaningless existence.

When, in God’s presence, we examine our life’s journey, no areas can be off limits. In all aspects of life we can continue to grow and offer something greater to God, even in those areas we find most difficult. We need, though, to ask the Holy Spirit to liberate us and to expel the fear that makes us ban him from certain parts of our lives. God asks everything of us, yet he also gives everything to us. He does not want to enter our lives to cripple or diminish them, but to bring them to fulfilment. Discernment, then, is not a solipsistic self-analysis or a form of egotistical introspection, but an authentic process of leaving ourselves behind in order to approach the mystery of God, who helps us to carry out the mission to which he has called us, for the good of our brothers and sisters (Gaudete et Exsultate n. 175).

  1. Don Bosco wants his young people to be happy in time and in eternity – Youth a Time for Holiness

In the beginning of his Letter from Rome, 10 May 1884, Don Bosco wrote to his young people: “I have only one wish, to see you happy both in this world and in the next.” At the end of his earthly life, these words express the heart of his message to the youth of every age and of the whole world. Being happy, is a goal dreamed of by every young person, today, tomorrow, over time. But not only in time. In eternity it is something more that only Jesus can offer with his proposal of happiness which is precisely holiness. It is the answer to the profound thirst of “happiness forever” that burns in every young person. The world and society in all nations cannot offer anything that lasts “forever”, much less eternal happiness. But God can. For Don Bosco all this was very clear. His last words to the young people were: “Tell my boys that I am waiting for them all in heaven.” This should enthuse and encourage everyone to give all of oneself, to grow towards that unique and unrepeatable project that God willed for us in Christ Jesus for all eternity.

We believe that “holiness is the most attractive face of the Church“ (GE 9) and before we can suggest it to young people, we are called to experience it as witnesses, thus becoming a “likeable” community, as the Acts of the Apostles shows us on various occasions (cf. GE 93). Accompanying young people on the ways of holiness becomes relevant only if we are consistent in the first place. St. Ambrose used to say that «every age is mature for Christ» (De Virginitate, 40), then this must also be true for youth! In the holiness of many young people, the Church recognizes God’s grace that is prior to the stories of each individual and accompanies them, as well as the educational value of the Sacraments of the Eucharist and Reconciliation, the fruitfulness of shared paths in faith and love, and the prophetic energy of these “champions”, who often sealed their being disciples of Christ and missionaries of the Gospel with their blood. If it is true, as many young people stated during the Pre-synodal Meeting, that a true testimony is the language that is in highest demand, the life of young saints is the true word of the Church, and the invitation to embrace a holy life is the most necessary call for young people today. A true spiritual dynamism and a fruitful pedagogy of holiness do not disappoint young people’s deepest ambitions: i.e. their need for life, love, expansion, joy, freedom, future and also for mercy and reconciliation. To many BC, presenting holiness as a horizon of meaning that is accessible to all young people and achievable in our ordinary life is still a great challenge.
Jesus invites every disciple to give their entire lives, without expecting any human advantage or benefit. Saints welcome this demanding request and meekly and humbly start following the crucified and risen Christ. The Church gazes at the sky of holiness and sees an increasingly large and bright constellation of young men and women, adolescents and young saints and blesseds who, ever since the time of the first Christian communities, have endured until our time. When the Church invokes them as our patrons, she indicates them to young people as references for their existence. Various Bishops’ Conferences are asking to highlight the value of youth holiness for education purposes, and young people themselves admit that they «are more receptive to a “literature of life” than an abstract theological discourse. Since young people say that “the stories of the Saints are still relevant to us“, then it is important to present them in a way that is appropriate to their age and situation.
A special place belongs to the Mother of our Lord, who lived as the first disciple of her beloved Son and is a model of holiness for all believers. In her capacity to treasure and ponder the Word in her heart (cf. Lk 2:19-51), Mary is a mother and teacher of discernment for the entire Church.
It is also worth mentioning that, alongside “young Saints”, we also need to present “Saints’ youth” to young people. Actually, all Saints lived through their youth and it would be useful to show young people today how Saints lived that time in their lives. In this way, many difficult and hard situations young people go through could be accounted for, where God is always present and mysteriously active nonetheless. Showing that His grace is at work through the winding paths of a holiness that is built patiently and grows in time, through many unexpected ways, can help all young people, without exception, to cherish the hope of a holiness that is always attainable. (Instrumentum Laboris nos. 213-214).

 

PRAYER FOR YOUNG PEOPLE

Lord Jesus,
in journeying towards the Synod,
your Church turns her attention to all the young people in the world.
We pray that they might boldly
take charge of their lives,
aim for the most beautiful and profound things of life
and always keep their hearts unencumbered.
Accompanied by wise and generous guides,
help them respond to the call
you make to each of them,
to realize a proper plan of life
and achieve happiness.
Keep their hearts open to dreaming great dreams
and make them concerned for the good of others.
Like the Beloved Disciple,
may they stand at the foot of the Cross,
to receive your Mother as a gift from You.
May they be witnesses to your Resurrection
and be aware that you are at their side
as they joyously proclaim you as Lord.
Amen.
(Pope Francis)

10. Julho-Agosto: Maria a Toda Santa

Pe. Pierluigi Cameroni
Animador espiritual mundial

A piedade para com a Mãe do Senhor torna-se pois, para o fiel, ocasião de crescimento na graça divina, que é, de resto, a finalidade última de toda e qualquer atividade pastoral. Na realidade, é impossível honrar a “cheia de graça” (Lc 1,28), sem honrar o estado de graça em si próprio; quer dizer: a amizade com Deus, a comunhão com Ele e a inabitação do Espírito Santo. Esta graça divina reveste todo o homem e torna-o conforme a imagem do Filho de Deus (cf. Rm 8,29; Cl 1,18). A Igreja católica, apoiada numa experiência de séculos, reconhece na devoção a Virgem Santíssima um auxílio poderoso para o homem em marcha para a conquista da sua própria plenitude. Maria, a Mulher nova, está ao lado de Cristo, o Homem novo, em cujo mistério, somente, encontra verdadeira luz o mistério do homem (GS 22); e está aí, qual penhor e garantia de que numa simples criatura, nela, se tornou já realidade o plano de Deus em Cristo, para a salvação de todo o homem. Para o homem contemporâneo, – não raro atormentado entre a angústia e a esperança, prostrado mesmo pela sensação das próprias limitações e assaltado por aspirações sem limites, perturbado na mente e dividido em seu coração, com o espírito suspenso perante o enigma da morte, oprimido pela solidão e, simultaneamente, a tender para a comunhão, presa da náusea e do tédio, a bem-aventurada Virgem Maria contemplada no enquadramento das vicissitudes evangélicas em que interveio e na realidade que já alcançou na Cidade de Deus, proporciona-lhe uma visão serenadora e uma palavra tranquilizante: a da vitória da esperança sobre a angústia, da comunhão sobre a solidão, da paz sobre a perturbação da alegria e da beleza sobre o tédio e a náusea, das perspectivas eternas sobre as temporais e, enfim, da vida sobre a morte. (Marialis Cultus n. 57).

  1. Maria, bem-aventurada porque acreditou.

Quando Maria chega à casa de Zacarias e de Isabel, Isabel a saúda com as palavras surpreendentes: “Bem-aventurada és tu que creste, pois se hão de cumprir as coisas que da parte do Senhor te foram ditas!” É uma confissão de fé sobre a fé de Maria; é um reconhecimento da fonte da sua felicidade. Pouco depois, a própria Maria dirá, sempre na narração altamente teológica de Lucas: “Desde agora me proclamarão bem-aventurada todas as gerações” (Lc 1,48). A mãe de Jesus, portanto, permanece para nós como o protótipo da pessoa feliz. A palavra “feliz” ou “abençoado” se torna sinônimo de “santo”, porque exprime que a pessoa fiel a Deus e que vive a sua Palavra, alcança, no dom de si, a verdadeira felicidade. Não é por acaso que geralmente se recorda o seu nome, acompanhando-o com um adjetivo em grau superlativo: “a Beatíssima Virgem Maria”. E, no entanto, ela também experimentou momentos difíceis e duros durante sua vida; na verdade, momentos humanamente absurdos. Recordam-nos os Evangelhos, embora veladamente: o exílio para o Egito logo depois do nascimento de seu filho (Mt 2,14-15), a perda do filho adolescente no templo (Lc 2,41-50), as incompreensões e perplexidades em relação a seu modo estranho de se comportar (Mc 3,20-21. 31-35), ao ser deixada de lado como família (Mc 3, 31-35; Lc 11,27); e sobretudo o final chocante da sua história mediante a morte na cruz… E no entanto, em meio a tudo isso, “acreditou no cumprimento das palavras do Senhor”. Aquelas que o Senhor lhe havia dito através do anjo sobre o seu futuro Filho, e aquelas ditas por seu próprio Filho, sobre o Reino de Deus.
Para Maria, acreditar significou ter uma confiança sem limites no Deus da vida e do amor, que envolvia a sua vida e a da humanidade inteira. Ela estava convicta, acima de tudo, que este Deus só queria o bem e a felicidade de todos e de cada um, e que por isto “nada era impossível a Ele”, como lhe havia dito o anjo, na anunciação (Lc 1,37). Então, ela respondera: “Eis aqui a serva do Senhor, faça de mim segundo a sua Palavra”, entregando-se totalmente em suas mãos. Certamente não com uma entrega passiva e inerte, mas cheia de zelo e solicitude materna. Assim, o Senhor pôde fazer “grandes coisas nela” (Lc 1,49), e ela foi feliz: tornou-se a mãe daquele que trouxe a Vida ao mundo. Quando mais tarde, superado o trágico momento da cruz e do sepulcro, os discípulos do seu Filho, agora firmemente crentes nele e em seu grande sonho, voltaram a se reunir para receber o seu Espírito e lançar-se na grande aventura de seu anúncio ao mundo. Estava com eles, “a mãe de Jesus” (At 1,14). Ela os apoiava na fé e certamente compartilhava com eles os acontecimentos bons e ruins. Com eles vivia a bem-aventurança da fé!
Nos momentos de hesitações e dificuldades na sua fé, quando tudo talvez parecesse absurdo e impossível, volva o olhar a Maria. Ela, como gostava de repetir São Bernardo, seu grande devoto, é a estrela que brilha luminosa no meio da tempestade. Entregue a ela as suas dificuldades e tenha grande confiança nela e no Deus da vida e do amor, no qual, Maria, assim como o seu Filho acreditou até ao impossível. O Senhor pede tudo e o que oferta, é a verdadeira vida, a felicidade para a qual fomos criados. Ele nos quer santos, e não espera que nos contentemos com uma existência medíocre, diluída, inconsistente.

Quando perscrutamos na presença de Deus os caminhos da vida, não há espaços que fiquem excluídos. Em todos os aspectos da existência, podemos continuar a crescer e dar algo mais a Deus, mesmo naqueles em que experimentamos as dificuldades mais fortes. Mas é necessário pedir ao Espírito Santo que nos liberte e expulse aquele medo que nos leva a negar-Lhe a entrada em alguns aspectos da nossa vida. Aquele que pede tudo, também dá tudo, e não quer entrar em nós para mutilar ou enfraquecer, mas para levar à perfeição. Isto mostra-nos que o discernimento não é uma autoanálise pretensiosa, uma introspecção egoísta, mas uma verdadeira saída de nós mesmos para o mistério de Deus, que nos ajuda a viver a missão para a qual nos chamou a bem dos irmãos. (Gaudete et Exsultate n. 175).

  1. Dom Bosco quer os seus jovens felizes no tempo e na eternidade – A juventude, um tempo para a santidade

No início de sua carta de Roma, de 10 de maio de 1884, Dom Bosco escreveu aos seus jovens: “Só um é o meu desejo, vê-los felizes no tempo e na eternidade”. No término de sua vida terrena, estas palavras resumem o coração de sua mensagem aos jovens de todas as épocas e de todo o mundo. Ser felizes, como meta sonhada para cada jovem, hoje, amanhã, na eternidade. Mas não só isto. Na eternidade há mais que somente Jesus e sua proposta de felicidade, precisamente a santidade, saiba oferecer. É a resposta à profunda sede de “para sempre” que arde em todo jovem. O mundo, a sociedade de todas as nações, não podem oferecer o “para sempre” e a felicidade eterna. Deus, sim. Tudo isto era muito claro para Dom Bosco. As suas últimas palavras aos jovens foram: “Diga aos meus meninos que os espero a todos eles no Paraíso.” Isto deveria encorajar e entusiasmar cada um a dar tudo de si, para crescer em direção àquele projeto único e irrepetível que Deus quis em Cristo Jesus, para ele, por toda a eternidade.

Convencidos de que «a santidade é o rosto mais belo da Igreja» (GE 9), antes de propô-la aos jovens, somos todos chamados a testemunhá-la, tornando-nos assim uma comunidade “simpática”, como referem em várias ocasiões os Atos dos Apóstolos (cf. GE 93). Somente a partir desta coerência torna-se importante acompanhar os jovens nos caminhos da santidade. Se Santo Ambrósio afirmava que «todas as idades são maduras para a santidade» (De Virginitate, 40), sem dúvida o é também a juventude! Na santidade de inúmeros jovens, a Igreja reconhece a graça de Deus que impede e acompanha a história de cada pessoa, o valor educativo dos sacramentos da Eucaristia e da Reconciliação, a fecundidade dos caminhos partilhados na fé e na caridade, a função profética destes “campeões” que muitas vezes selaram com sangue a própria identidade de discípulos de Cristo e missionários do Evangelho. Se for verdade que, como afirmaram os jovens durante a Reunião pré-sinodal, o testemunho autêntico seja a linguagem mais solicitada, a vida dos jovens santos é a verdadeira palavra da Igreja e o convite para adotar uma vida santa é o apelo mais necessário para a juventude de hoje. Um autêntico dinamismo espiritual e uma fecunda pedagogia da santidade não decepcionam as aspirações profundas dos jovens: a sua necessidade de vida, amor, expansão, alegria, liberdade, futuro e até mesmo misericórdia e reconciliação…

Jesus convida cada um de seus discípulos ao dom total da vida, sem cálculos ou interesses humanos. Os santos acolhem este exigente convite e começam a seguir, com docilidade humilde, o Cristo Crucificado e Ressuscitado. A Igreja contempla no céu da santidade uma constelação cada vez mais numerosa e luminosa de crianças, adolescentes e jovens santos e beatos que, desde as primeiras comunidades cristãs, chegam até nós. Ao invocá-los como protetores, a Igreja propõe-nos aos jovens como referências para a sua existência. Muitas Conferências Episcopais pedem a valorização da santidade juvenil por meio da educação, e os próprios jovens reconhecem que são «mais receptivos diante de “uma narrativa de vida” do que diante de um abstrato sermão teológico» (RP, Parte II, Introdução). Visto que os jovens expressam que «as histórias dos santos são muito relevantes para nós» (RP 15), torna-se importante apresentá-las de maneira apropriada à sua idade e condição.
Um lugar especial está reservado para a Mãe do Senhor, que viveu como primeira discípula de seu amado Filho e é um modelo de santidade para todo fiel. Na sua capacidade de preservar e ponderar no seu coração a Palavra (cf. Lc 2,19.51), Maria é, para toda a Igreja, mãe e mestra do discernimento.
Também vale a pena mencionar que, ao lado dos “Santos jovens”, há a necessidade de apresentar aos jovens a “juventude dos Santos”. Todos os Santos, de fato, passaram pela idade juvenil e seria útil para os jovens de hoje mostrar como os Santos viveram o tempo de sua juventude. Seria possível, assim, compreender muitas situações juvenis nem simples nem fáceis, mas nas quais Deus está presente e misteriosamente ativo. Mostrar que a Sua graça entra em ação por meio de percursos tortuosos de construção paciente de uma santidade que amadurece ao longo do tempo por vários caminhos imprevistos pode ajudar todos os jovens, sem exclusão alguma, a cultivar a esperança de uma santidade sempre possível. (Instrumentum Laboris nn. 213-214).

 

Oração pelos jovens

Senhor Jesus, a tua Igreja a caminho do Sínodo dirige o olhar a todos os jovens do mundo.
Pedimos-te que, com coragem, assumam a própria vida,
olhem para as realidades mais bonitas e mais profundas
e conservem sempre um coração livre.
Acompanhados por guias sábios e generosos,
ajuda-os a responder à chamada que Tu diriges a cada um deles,
para realizar o próprio projeto de vida e alcançar a felicidade.
Mantém aberto o seu coração aos grandes sonhos tornando-os atentos ao bem dos irmãos.
Como o Discípulo amado, também eles permaneçam ao pé da Cruz
para acolher a tua Mãe, recebendo-a como um dom de Ti.
Sejam testemunhas da tua Ressurreição e saibam reconhecer-te vivo ao lado deles
anunciando com alegria que Tu és o Senhor.
Amém.
(Papa Francisco)